Al final del siglo XIV, Europa se encontraba en medio de una época de crisis y revolución. La Guerra de los Cien Años devastaba Francia, epidemias de peste negra se llevaban vidas en todo el continente, la inestabilidad política dominaba y Portugal no era una excepción.
El 22 de octubre de 1383 moría el rey Fernando I de Portugal sin hijos varones que heredasen la corona. Su única hija era la infanta doña Beatriz que había casado con Juan I de Castilla, quien de inmediato reclamó sus derechos sobre el trono portugués, mientras la reina madre, Leonor Téllez, asumía la regencia. La burguesía se mostraba insatisfecha con la regencia de la reina doña Leonor Teles y de su favorito, el conde Andeiro. La proclamación de Beatriz y Juan I como reyes de Portugal provocó una violenta reacción en los medios nobiliarios y burgueses lusitanos, ya que se temía que la unión dinástica desembocara en una anexión efectiva de Portugal por el rey castellano. A principios de diciembre de 1383 estalló la primera insurrección popular en Lisboa contra los nuevos reyes. El conde Andeiro fue muerto y el pueblo pidió al maestre de la Orden de Avis, hijo natural de Pedro I de Portugal, que fuese regente y defendiera del país.
El periodo de interregno que siguió es conocido como la crisis de 1383-1385. Finalmente el 6 de abril de 1385, don Juan, maestre de la Orden de Avis, es aclamado rey por las Cortes reunidas en Coímbra. Pero el rey de Castilla no renunció a su derecho a la corona portuguesa, que le venía por su casamiento. En junio invade Portugal al frente de su ejército, auxiliado por un contingente de caballería francesa.
La disposición de las huestes portuguesas
Cuando las noticias de la invasión llegaron, Juan I de Portugal se encontraba en Tomar, en compañía de Nuno Álvares Pereira, condestable del reino, y de su ejército. La decisión, tomada tras algunas dudas iniciales, fue enfrentarse a los castellanos antes de que pudiesen llegar a Lisboa.
Con sus aliados ingleses, el ejército portugués interceptó al ejército castellano en Leiria. Dada la lentitud con que los castellanos avanzaban, Nuno Álvares Pereira tuvo tiempo para escoger un terreno favorable para la batalla, asistido por los expertos ingleses. La opción recayó sobre una pequeña colina de cima plana rodeada por riachuelos, cerca de Aljubarrota. Hacia las 10 de la mañana del 14 de agosto, el ejército tomó posiciones en la vertiente norte de la colina, de frente a la carretera por dónde los castellanos eran esperados. Siguiendo el mismo plan de otras batallas del siglo XIV (Crécy y Poitiers son buenos ejemplos), las disposiciones portuguesas fueron las siguientes: caballería desmontada e infantería en el centro de la línea rodeadas por los flancos de arqueros ingleses, protegidos por obstáculos naturales (en este caso ríos). En la retaguardia, aguardaban los refuerzos mandados por Juan I de Portugal en persona. En esta posición, altamente defensiva, los portugueses esperaron la llegada del ejército castellano protegidos por la vertiente de la colina.
La llegada de los castellanos
La vanguardia del ejército castellano llegó al teatro de la batalla al mediodía, bajo el sol inmisericorde de agosto. Al ver la posición defensiva ocupada por lo que ellos consideraban rebeldes, el rey de Castilla tomó la acertada decisión de evitar el combate en estos términos. Lentamente, debido a los 30.000 soldados que constituían sus efectivos, el ejército castellano comenzó a rodear la colina por el camino del lado del sol naciente. Las patrullas castellanas habían verificado que la vertiente sur de la colina tenía un desnivel más suave y era por ahí por donde pretendían atacar.
En respuesta a ese movimiento, el ejército portugués invirtió su disposición y se dirigió a la vertiente sur. Ya que estaban en inferioridad numérica y tenían un camino más corto que recorrer, el contingente portugués alcanzó su posición final al inicio de la tarde. Para evitar nerviosismos y mantener la moral elevada, Nuno Álvares Pereira ordenó la construcción de un conjunto de trincheras y cuevas en frente de la línea de infantería. Esta táctica defensiva, muy típica de los ejércitos ingleses, fue tal vez una sugerencia de los aliados británicos presentes sobre el terreno.
Hacia las seis de la tarde, los castellanos estaban preparados para la batalla. De acuerdo con el registro escrito por el rey de Castilla tras la batalla, sus soldados estaban bastante cansados tras un día de marcha en condiciones de mucho calor. Pero no había tiempo para volver atrás y la batalla comenzó.
La batalla
La iniciativa de comenzar la batalla partió de Castilla, con una típica carga de la caballería francesa: a toda a brida y con fuerza, para romper la línea de infantería adversaria. Mas, tal como sucedió en la batalla de Crécy, los arqueros ingleses colocados en los flancos y el sistema de trincheras hicieron la mayor parte del trabajo. Mucho antes de ni siquiera entrar en contacto con la infantería portuguesa, la caballería ya se encontraba desorganizada y confusa, dado el miedo de los caballos a avanzar por terreno irregular y la eficacia de la lluvia de flechas que caía sobre ellos. Las bajas de la caballería fueron grandes y el efecto del ataque nulo. La retaguardia castellana demoró en prestar auxilio y en consecuencia, los caballeros que no murieron fueron hechos prisioneros.
Tras este percance, la restante, pero substancial parte del ejército castellano entró en la contienda. Su línea era bastante extensa, por el gran número de soldados. Al avanzar en dirección a los portugueses, los castellanos fueron forzados a desorganizar sus propias líneas para caber en el espacio situado entre los dos ríos. En cuanto los castellanos estuvieron desorganizados, los portugueses redispusieron sus fuerzas dividiendo la vanguardia de Nuno Álvares en dos sectores, para afrontar la nueva amenaza. Viendo que lo peor todavía estaba por llegar, Juan I de Portugal ordenó la retirada de los arqueros y el avance de la retaguardia a través del espacio abierto en la línea de frente. Fue en ese momento en que los portugueses tuvieron que llamar a todos los hombres y se tomó la decisión de ejecutar a todos los prisioneros franceses.
Atrapados entre los flancos portugueses y la retaguardia avanzada, los castellanos lucharon desesperadamente por la victoria. En esta fase de la batalla, las bajas fueron muy grandes por ambos lados, principalmente del lado castellano y en flanco izquierdo portugués, recordado con el nombre Ala de los enamorados. A la puesta del sol, la posición de los castellanos ya era indefendible y con el día perdido, Juan I de Castilla ordenó la retirada. Los castellanos se retiraron en desbandada del campo de batalla. Los soldados y el pueblo de los alrededores seguían el desenlace y no dudaron en matar a los fugitivos.
De la persecución popular surgió una tradición portuguesa en torno a la batalla: una mujer, de nombre Brites de Almeida, recordada como la Panadera de Aljubarrota, muy fuerte y con seis dedos en cada mano, emboscó y mató con sus propias manos a muchos castellanos en fuga. Esta historia no es más que una leyenda popular, pero la masacre que siguió a la batalla es histórica.
El día siguiente
En la mañana del 15 de agosto, la magnitud de la derrota sufrida por los castellanos quedaba patente: los cadáveres eran tantos que llegaron a interrumpir el curso de los ríos que flanqueaban la colina.
Las pérdidas humanas fueron cuantiosas, muchos de los caídos, como Pedro González de Mendoza, Señor de Hita y Buitrago, Juan Téllez de Castilla, Señor de Aguilar de Campoo, o Diego Gómez Manrique, Señor de Amusco y Treviño, pertenecían al más alto escalafón social y nobiliario, lo que causó luto en Castilla hasta 1387.
La caballería francesa sufrió en Aljubarrota una derrota más en contra de tácticas defensivas de infantería, tras Crécy y Poitiers. La batalla de Azincourt, ya en el siglo XV, mostró que Aljubarrota no fue el último ejemplo.
Con esta victoria, Juan I se convirtió en rey indiscutido de Portugal, el primero de la casa de Avis. Para celebrar la victoria y agradecer el auxilio divino que creía haber recibido, Juan I de Portugal mandó erigir el monasterio de Santa María de la Victoria (monasterio de Batalla) y fundar la villa de Batalla (Batalha).
Bibliografía
• A.H. de Oliveira Marques, Historia de Portugal, vol. 1, Lisboa, Presença, 1997
• Fernão Lopes, Crónica de D. João I, vol. 1, s.l., Civilização, imp. 1994.
• João Gouveia Monteiro, Aljubarrota: 1385: a batalha real, Lisboa, Tribuna da História, imp. 2003