Reflexiones filosóficas sobre la crisis de México
G u i l l e r m o H u r t a d o
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Ni la corrupción, ni la violencia, ni la economía pueden explicar plenamente la crisis por la que atravesamos. Quizá las herramientas del pensamiento crítico puedan ayudarnos a comprenderla y superarla. Guillermo Hurtado, director del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, reflexiona acerca de las causas profundas de la crisis a partir de la pérdida del sentido de nuestra existencia como colectividad.
I. LA CRISIS DE MÉXICO
México está en crisis, de eso no hay duda, pero su crisis no se reduce al conjunto de sus problemas políticos, sociales o económicos —como la pobreza, la ignorancia, la violencia, la corrupción y la destrucción del medio ambiente. Voy a sostener que la crisis de México es de otra índole, que es más profunda que los problemas antes mencionados. Dicho en pocas palabras, la crisis consiste en que hemos perdido el sentido de nuestra existencia colectiva.
La noción de sentido se usa de varias maneras en el lenguaje ordinario. Decimos que una X tiene sentido cuando tiene una dirección, tiene un fin, posee beneficio o utilidad, es comprensible de acuerdo a cierto contexto natural, práctico o normativo, y puede calificarse de razonable o de racional. En ocasiones, decimos que X tiene sentido cuando tiene algún tipo de valor intrínseco; pero, hay que tener cuidado en no confundir la noción de sentido con la de valor, ya que algo puede tener sentido sin ser valioso o puede ser valioso sin tener sentido. Cuando sostengo en este ensayo que hemos perdido el sentido de nuestra existencia colectiva lo que quiero decir principalmente es que a los mexicanos nos falta cohesión, dirección y confianza. Cuando una colectividad carece de sentido, ha perdido su razón de ser, ha olvidado que debe valorar, ha perdido el rumbo.
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IV. LA SOCIEDAD DESINTEGRADA
IV. LA SOCIEDAD DESINTEGRADA
La sociedad mexicana está desintegrada, desorientada y desalentada. Hay un vacío de ideas, de valores, de proyectos, de aspiraciones. En los días más grises todo parece simulacro y tramoya. El sentimiento es de fracaso y la actitud de renuncia. No hay incentivo para actuar, sobre todo para actuar de manera organizada. Esto se debe, entre otras causas, a que el tejido social está desgarrado por la frustración y la violencia. La gente sospecha del vecino, se recluye en círculos pequeños o, en el peor de los casos, dentro de sí misma.
No podemos revivir viejas fórmulas, pero tampoco tenemos que olvidarnos de aquellas que funcionaron en el pasado. El nuevo sentido debe retomar lo mejor del viejo sentido, es decir, del que nos legó la Revolución Mexicana. ¿Pero dónde encontrar el nuevo sentido? No debemos sentarnos a esperar a que aparezca un caudillo que nos lo dicte o un iluminado que nos lo revele. Tampoco debemos esperarlo de los políticos profesionales, los intelectuales orgánicos, los llamados “analistas” de los medios masivos de comunicación; o, por lo menos, no de aquellos que han fracasado en ese intento o, pero aún, han querido darnos gato por liebre. El nuevo sentido lo tiene que construir la sociedad civil por sí misma, bajo la dirección de nuevos actores sociales que en su momento sean capaces de ofrecer un liderazgo creíble, y con la ayuda de intelectuales de nuevo cuño que puedan realizar una labor de transcripción y síntesis de las ideas, valores y aspiraciones que conformen el nuevo sentido. Se trata, en suma, de una labor colectiva, de un trabajo en equipo en el que cada quien debe hacer su parte. Como ya decía Zea en la década de los cuarenta del siglo XX, los mexicanos, todos y cada uno de nosotros, debemos responsabilizarnos de nuestra situación. Los sitios en donde hemos de realizar esta labor de construcción de un sentido colectivo son aquéllos en los que convivimos con los demás: la unidad habitacional, el barrio, la escuela, la fábrica, la oficina, los blogs, las redes sociales. El nuevo sentido tendrá que construirse en las nuevas organizaciones constructivas, democráticas e independientes que surjan en dichos espacios (concretos y virtuales). Algo semejante ha sido propuesto por Villoro, quien desde hace una década ha afirmado que la reconstrucción de México tendrá que partir del trabajo realizado en las comunidades. Mi diferencia con Villoro consiste en que mientras él opina que la organización comunitaria debería prescindir de la democracia representativa y, eventualmente, del Estado Nación, yo pienso, por el contrario, que debemos intentar reformar a la democracia representativa y al Estado Nación desde las comunidades. Mi esperanza es que si trabajamos con disciplina e imaginación podremos construir nuevas formas de organización política y social en las que se manifieste el nuevo sentido de nuestra existencia colectiva. Este nuevo sentido tendrá que incorporar a las nuevas formas de convivencia, los nuevos valores y las nuevas aspiraciones de los diversos grupos sociales. México es una nación plural y el nuevo sentido que le demos a nuestra existencia colectiva tendrá que tomar en cuenta esa pluralidad. La voz de las mujeres (50.82 por ciento de la población) tendrá que ser determinante en la construcción de la nueva trama; y esperamos que también lo sean las voces de los miembros de los diversos pueblos indígenas (12 por ciento de la población) y las de los mexicanos que viven en el exterior (uno de cada diez). También habrá que tomar en cuenta que la transformación demográfica de México nos hace prever que en un futuro próximo habrá graves conflictos entre los jóvenes, los adultos y los ancianos. El nuevo sentido tendrá que ofrecer una visión armónica que dé respuesta a las necesidades de las distintas generaciones.
En 1915, Caso recomendaba a los mexicanos que tuviéramos alas y plomo, es decir que desplegáramos las alas del ideal de transformación social, pero que no perdiéramos el piso de la realidad. Hoy en día, mi recomendación es: ¡alas y más alas! Nuestra realidad actual es inaceptable —no hay otra manera de describirla— y tenemos que volar alto para salir del fango. La transformación de México no puede esperar, pero no debe ser violenta. Por el contrario, el nuevo sentido debe sentar las bases de una nueva concordia.
V. LA DEMOCRACIA A LA DERIVA
Después del año 2000, los mexicanos hemos aprendido que la democracia no es una garantía para resolver nuestros problemas políticos, económicos y sociales. Pero lo que sería muy peligroso es que del aprendizaje anterior se quisiera inferir, de manera falaz, que para resolver los problemas de México es preciso tener menos democracia. Mi opinión es exactamente la contraria. Para resolver sus problemas, México necesita más democracia, mucha más. Por redundante que suene, hay que luchar para democratizar nuestro sistema democrático: el gobierno, el congreso, los tribunales, los partidos políticos y los medios de comunicación. Ésta es una labor urgente. Si no se actúa rápido, nuestra democracia —imperfecta, sí, pero no por ello despreciable— correrá peligro.
Los defectos de nuestra democracia son de sobra conocidos; señalo sólo un par de ellos. La nuestra es una democracia electorera y, por lo mismo, su mirada es miope, de corto plazo. Pero ni siquiera en su estrechez, la democracia mexicana tiene una visión integradora, sino que, por el contrario, la lucha partidista en la que está envuelta lo fragmenta todo en una cacofonía de propuestas desconectadas. Por si esto fuera poco, la democracia mexicana sigue infectada de los mismos vicios que aquejaban al antiguo régimen. La alternancia partidista ha traído consigo pocas mejoras en ese aspecto.
No debe sorprendernos que una democracia disfuncional como la nuestra sea incapaz de resolver los grandes problemas nacionales que requieren, para ser abordados seriamente, eficazmente, de un proyecto nacional de largo plazo, de una visión de altura y, sobre todo, de la participación de las mujeres y de los hombres indicados para resolverlos.
No son las leyes, ni los tribunales, ni las comisiones electorales quienes por sí solos mejorarán la democracia mexicana. Son los ciudadanos y sólo ellos los que podrán remediar sus males. Ésta es una lección que, de diversas maneras, repitieron Caso, Vasconcelos y Ramos. México necesita formar a los ciudadanos de la democracia que queremos. Sin ellos, los códigos, las instituciones y las estructuras serán inútiles. Esto lo vio con claridad Caso, que pensaba que la solución a los problemas de México debía proceder de la educación cívica y moral de los mexicanos. La solución de nuestros males, afirmaba Caso, no es un asunto de ideologías, sino de los sentimientos morales que tengamos ante el prójimo y de la manera en la que esos sentimientos nos hagan actuar para construir un mejor país. Vasconcelos también comprendió que para salvar a México había que educar a los mexicanos de acuerdo con ideales que lo eleven por encima de su corrupción, brutalidad y mezquindad. Para Vasconcelos, la lucha sucedía en el espíritu de los mexicanos, era allí en donde se ganaba o se perdía la batalla. Y Ramos también estaba convencido de que la reconstrucción de México debía suceder en la conciencia y la voluntad de los mexicanos y que para eso había que trabajar en los campos de la educación y la cultura. Según Ramos, México requería adoptar valores que le permitieran lograr una sociedad más justa y más libre.
Mi posición es que el clamor de Caso, Vasconcelos y Ramos sigue vigente. Mientras los mexicanos no cambiemos para bien, nuestra democracia tampoco mejorará. Para lograr esta transformación son indispensables dos cosas: primero, tener claridad absoluta acerca de qué cambio queremos alcanzar y, luego, trabajar con ahínco para realizarlo de la mejor manera, en el menor tiempo posible. El primer paso requiere que nos pongamos rápidamente de acuerdo acerca de cuáles son los ideales, valores y principios que vamos a adoptar. El segundo requiere de la acción educativa en todos los niveles, desde la que se imparte sistemáticamente en las escuelas y universidades hasta la que se dirige, por otros medios, a la sociedad que está fuera del sistema escolar. Pero se puede plantear la siguiente pregunta: ¿cómo ponernos de acuerdo acerca de algo tan complejo como los ideales, valores y principios en los que basaremos nuestra reconstrucción social, si no tenemos un sistema democrático que permita un acuerdo como éste? Esta pregunta supone otra más general y más inquietante: ¿cómo hacer algo para mejorar nuestra democracia desde nuestro imperfecto sistema democrático? Mi respuesta es la siguiente: si en verdad somos demócratas, no hay otro lugar desde donde podamos transformar a la democracia que desde la democracia misma, pero esto no significa que tengamos que hacerlo desde el sistema democrático actual, es decir, desde las estructuras viciadas e inoperantes del sistema político que precisamente queremos transformar. Tenemos que atrevernos a inventar una nueva democracia, paso a paso, día a día, con prudencia pero con determinación. Como en toda improvisación, seguramente se cometerán errores —algunos costosos y dolorosos— pero lo importante es no desmayar, no abandonar el camino antes de tiempo, tomar las fallas —que las habrá— como experiencias que puedan sernos útiles para mejorar los resultados futuros. En la democracia no hay garantías. Pero como insistía William James, el miedo al fracaso no debe paralizarnos ante las grandes decisiones de la vida. En estas circunstancias, la inacción es peor que la derrota.
VI. OPTIMISMO Y PESIMISMO
El optimismo es la creencia de que en el futuro inmediato vamos a estar mejor, sin que importe gran cosa lo que hagamos para ello. En nuestra historia hemos pasado por momentos de intenso optimismo. Cuando México obtuvo su independencia, su futuro parecía no tener límites. Sin embargo, los mexicanos pronto se dieron cuenta de que ese optimismo carecía de fundamento. La mayor parte del siglo XIX fue para México un periodo de derrotas, discordia y declive. En el siglo XX, la Revolución fue un estallido de fuerzas y de ilusiones. A pesar de que las esperanzas que generó jamás fueron satisfechas plenamente, podríamos decir que hasta en sus momentos más grises prevaleció cierto optimismo. Entre los años cuarenta y setenta del siglo anterior, México vivió un prolongado periodo de optimismo. Fueron los años del milagro económico mexicano, de la creencia de que los hijos vivirían mejor que sus padres. A partir de los años setenta, el optimismo cayó en picada por causas que no viene al caso recordar aquí, aunque hubo por lo menos tres momentos fugaces en los que se revivió este sentimiento: el descubrimiento de la sonda de Campeche en 1976, la firma del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica en 1992 y la derrota del PRI en la elección presidencial. Pero ni el petróleo, ni el libre comercio, ni la alternancia democrática cumplieron con las expectativas que se crearon alrededor de ellos.
El pesimismo, por otra parte, es la creencia de que en el futuro inmediato vamos a estar peor, sin que importe mucho lo que hagamos. México ha pasado por muchos periodos pesimistas en su historia; en la actualidad, este sentimiento es compartido por muchos mexicanos, quizá por la mayoría de ellos. El pesimismo es una grave enfermedad social: propicia el desconsuelo, la apatía y el cinismo. Es preocupante observar que en la actualidad los más jóvenes, incluso los niños, son pesimistas respecto al futuro inmediato de México. Y es que no tienen otros marcos de referencia: nacieron en la crisis, lo mismo que sus padres. El pesimismo hace que uno vea los problemas más graves de lo que son. Nuestros problemas políticos, económicos y sociales no son menores, pero pueden resolverse. Otras naciones han estado en situaciones más difíciles que las nuestras y las han resuelto. Y lo mismo podría decirse de nuestra propia historia: hemos estado en peores momentos y hemos salido adelante.
Tanto el optimismo como el pesimismo son estados de ánimo, pero en el fondo ambos están basados en un sistema de creencias que puede describirse como fatalismo. Los dos asumen, a fin de cuentas, la tesis metafísica de que nuestros destinos están determinados de antemano por una inteligencia o una fuerza superior que los sube o baja en la rueda de la fortuna. Muchas veces, el fatalismo ha sido determinante para bien o para mal en la historia de México. Lo fue, por ejemplo, por la creencia de Moctezuma de que Cortés era un enviado de los dioses para arrebatarle su imperio. También lo fue, de otra manera, por la creencia de Madero de que su destino, dictado por los espíritus, era derrocar el régimen de Porfirio Díaz.
Frente al pesimismo y el optimismo propongo que adoptemos un meliorismo (del latín “melior”, mejor). Ésta es la doctrina metafísica de que podemos estar mejor si nos esforzamos en ello. El meliorismo que defiendo no es un optimismo ciego, sino que parte de un análisis crítico de la realidad para luego formular de manera colectiva un ideal. Los mexicanos tenemos que hacer un estudio objetivo de nuestra situación para detectar aquellos elementos en los que podemos apoyarnos para mejorar. Pero nada de esto servirá si no cambiamos nuestra actitud. Para salir de la crisis debemos tener fe en nosotros mismos, por mal que nos encontremos; fe en nuestros valores e ideales, por oscuro que sea el horizonte; fe en nuestra capacidad para transformar nuestras vidas para bien, por débiles que sean nuestras fuerzas. En este momento aciago para México no pueden paralizarnos ni el miedo, ni las dudas, ni el desconsuelo. Estamos obligados a creer y a actuar.
Sé que mis palabras pueden sonar huecas para aquellos que han querido creer y no han encontrado nada valioso en qué depositar su confianza, y para aquellos que han querido actuar y se han topado con un grueso muro. ¿Cómo podemos tener fe sin tener antes un sentido colectivo que la oriente hacia un fin determinado? ¿Cómo entregarnos a la acción sin tener antes un programa de reconstrucción social? Mi respuesta es que no debemos sentarnos a esperar a que nos ofrezcan un sentido o un programa de acción para creer y para actuar. Nuestra primera fe, nuestra primera cruzada, debe ser la de construir entre todos un nuevo sentido. Los que hoy tenemos la responsabilidad de trabajar para atender los diversos problemas de México quizá no podamos resolverlos todos; pero lo que no podemos dejar de lograr —y ésta será la medida de nuestro triunfo o de nuestro fracaso— es formular un nuevo sentido que oriente nuestra lucha en contra de las adversidades.
REVISTA DELA
UNIVERSIDADDEMÉXICO
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/7009/hurtado/70hurtado.html
NUEVA ÉPOCA - NÚMERO 70 - DICIEMBRE 2009 - ISSN EN TRÁMITE - REVISTA MENSUAL
Hurtado, Guillermo, (2009) “Reflexiones filosóficas sobre la crisis de México” [en línea]. Revista de la Universidad de México. Nueva época. Diciembre 2009, No. 70
Guillermo Hurtado nació en la ciudad de México el 27 de octubre de 1962. Estudió la licenciatura de filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y luego obtuvo los grados de Bachelor of Philosophy in Philosophy y Doctor of Philosophy in Philosophy en la Universidad de Oxford, en donde fue miembro del Magdalen College. En enero de 1991, ingresó como investigador de tiempo completo al Instituto de Investigaciones Filosóficas, en donde actual-mente ocupa una plaza de investigador Titular B. Tiene el nivel D del PRIDE y el nivel II en el SNI. El Dr. Hurtado ha impartido más de ciento cincuenta conferencias en diversos foros académicos de México y el extranjero. De 1997 a 1998 fue investigador invitado en el Instituto de Filosofía del CSIC de España. Ha sido responsable y corresponsable de proyectos colectivos de investigación. (...) También pertenece al comité de filosofía del Fondo de Cultura Económica. En al año 2000 recibió la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos en el área de investigación en humanidades.
El Dr. Hurtado ha realizado investigación en las áreas de ontología, epistemología e historia intelectual; aunque también ha publicado trabajos de investigación en otras áreas como: filosofía de la lógica, filosofía del lenguaje, metafísica y filosofía de la religión. En el campo de la epistemología, Hurtado ha publicado varios artículos en los que ha criticado la doctrina falibilista y ha defendido una epistemología más apegada a los usos cotidianos de nuestro vocabulario epistémico.
El Dr. Hurtado ha coordinado la edición de siete libros colectivos sobre temáticas muy diversas... Sus escritos han sido reseñados, comentados y citados en diversas publicaciones de México y el extranjero.
El Dr. Hurtado ha tenido una participación institucional muy intensa. Ha sido consejero universitario, representante ante el CAAHyA, integrante de la Comisión PRIDE de su instituto, miembro de la comisión PAIPA del área de Humanidades, y jurado del Premio Universidad Nacional. Ha sido Coordinador del Posgrado en Filosofía de la UNAM (1993), Secretario Académico del Instituto de Investigaciones Filosóficas (1993-1996) y Director del mismo Instituto durante el periodo 2004-2008.
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